Por Diego Trelles Paz
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La antología es un género singular y flexible: su naturaleza guarda una relación directa y proporcional con su finalidad. Las más frecuentadas no ocultan su afán de trascendencia: el antólogo persigue y captura la novedad literaria, reconoce sus procesos y testimonia el momento de la ruptura con lo anterior. Su aspiración secreta es la del demiurgo: quiere convertirse en el forjador de este recambio histórico, interpretándolo, busca patentarlo. Las antologías formuladas a partir de un eje temático, por su parte, suelen fortalecer la tradición de un género específico ajustando la selección de los textos a sus rígidas convenciones genéricas.
La empresa antológica implica la ordenación de un universo —el antólogo agrupa, jerarquiza, deslinda, enumera— y, sin embargo, si pensamos en el poderío ilimitado del juego en el terreno literario, esta aseveración tiende a ser relativa. De esta manera, imaginemos, el antólogo, más que una vocación por el orden formal tiene plena conciencia del caos y, sirviéndose de él, reinventa: no organiza, entrevera; no consiente, desafía; no adapta, subvierte. Su apuesta estética busca la complicidad del autor para rescribir estos géneros con la desfachatez lúdica de un palimpsesto. Los homenajea parodiándolos, los niega a medias, como si entre ambos —antólogo y escritor— existiera una alianza muda para contar las mismas historias, sólo que al revés.
Al respecto, no encuentro ejemplo más significativo que aquella advertencia de Ernesto Sábato (1911) sobre la manera como Jorge Luis Borges (1899-1986) concibe sus escasos relatos detectivescos, bajo una especie de particular estela metafísica: “A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o con el falso Basílides”. La referencia a Borges es relevante si de alteraciones y transgresiones se trata. Bastará recordar que, aún siendo un amante de las formas clásicas, en sus relatos policiales prima lo inaudito: la oscuridad y la extrañeza se imponen a la razón y a la justicia, y, así, entre enciclopedias apócrifas, falsos escenarios y espejos enfrentados que se perpetúan hasta el infinito, el asesino da muerte al héroe.
Estas reflexiones iniciales —mi enfática apología hacia el desorden propiciado por el juego— surgen a propósito de El Arca, obra antológica de relatos y cuentos que, seleccionada por los escritores Cecilia Eudave y Salvador Luis, como en los bestiarios medievales, aunque sólo en apariencia, se presenta con la forma de un compendio alfabético de animales reales, soñados o imaginados cuyos actos remiten simbólicamente, y con cierto hálito moralizante, a los seres humanos.
Remarco el carácter de aparente porque, aunque la forma lo sugiere, no existe un ánimo abiertamente didáctico en estas narraciones y porque, si bien El Arca podría tener una descendencia remota tanto del Physiologus Graecus, primer bestiario de un autor griego anónimo que tanto entusiasma a Borges en su Manual de zoología fantástica (1957), como de las Etimologías de San Isidro de Sevilla, es mucho más probable que sus modelos de cabecera sean las ingeniosas variaciones hispanoamericanas de aquellos motivos.
Tenemos, así, además de la obra de Borges, los cuentos y las humoradas alegóricas de Juan José Arreola (1918-2001) que fusionan lo real con lo fantástico y lo natural con lo mítico. En el Bestiario (1958) de Arreola hay entre los animales y los hombres una relación de parentesco en donde, como señala Saúl Yurkievich, “[se] ennoblece lo animal y [se] degrada lo humano”. De esta manera, pues, el mono, aún pudiéndolo, se inhibe de ser hombre, las hembras insecto de la orden de los himenópteros son mujeres fatales que decapitan a sus pretendientes antes de llegar a la cópula, y el animal más popular entre la población no es otro que una hiena salvaje, necrófila y cobarde.
Otro antecedente medular es, sin duda, Augusto Monterroso (1921-2003). En La oveja negra y demás fábulas (1969), el autor tiende a la fábula satírica más que a otras formas similares, como la alegoría o la parábola, porque con ella consigue dar voz a una fauna variopinta que, en su cómica degradación, personifica y magnifica las contradicciones de la vida humana en sociedad. Tenemos, así, a un mono que queriendo ser escritor satírico desiste para no ofender a sus mecenas y amistades, y una sociedad de ovejas blancas que fusila a una oveja negra sólo para levantar luego una estatua ecuestre en su memoria.
Es, sin embargo, en el primer libro de cuentos de Julio Cortázar (1914-1984) donde se percibe la influencia más significativa en el planteamiento general de El Arca. En el Bestiario (1951) cortazariano el espíritu lúdico impera sobre cualquier categorización taxonómica. No se apela al orden del compendio ni a la asociación por parentesco porque la relación entre los animales y los hombres es difusa, oscura, conflictiva: está ligada al sueño o al delirio pero dentro de una realidad cotidiana para el lector, un contexto familiar y seguro que, de pronto, se ve violentado por la irrupción inesperada de lo anómalo. Es el caso de ese hombre común y corriente de “Carta a una señorita en París” que vomita conejitos vivos para criarlos luego en un armario.
En estos relatos iniciales de Cortázar hay, pues, una celebración de lo monstruoso: criaturas fabuladas (como las imaginarias mancuspias de “Cefalea”), animales zoomorfos y hombres animalizados que mutan, se metamorfosean y conviven en espacios públicos en donde la frontera entre lo sólito y lo fantástico se difumina. El juego imaginativo de Cortázar, o lo que el mismo Yurkievich llama “su libertad para desorganizar la disposición corriente de la realidad y […] reorganizarla según un modelo quimérico o utópico”, es, sospecho, algo que tuvieron muy presente ambos antólogos a la hora de convocar a estos treinta y un escritores que participan en El Arca.
La mayor particularidad de esta antología de relatos inspirados en animales es la diversidad de los acercamientos permitida por el planteamiento lúdico, abierto, libre, alegremente caótico con el que se fundó y planeó esta embarcación flotante desde un principio. Las reglas de Eudave y Luis (1. elegir un animal real o engendrar una criatura ficticia a partir de una letra del alfabeto; 2. el personaje del relato no tiene por qué ser el animal elegido, el enfoque puede ser oblicuo; y 3. la trama, la temática y el estilo son absolutamente libres) apuestan al riesgo sin mayor sobrecogimiento, se saben simulacros que incentivan la libertad creativa aunque tentando, con un guiño silencioso, el libertinaje.
Existe, pues, ese riesgo latente del relato a pedido que, sin embargo, más allá de algunas costuras apenas visibles, ha sido conjurado con una gama de propuestas de primer orden que van del relato alegórico a la humorada paródica, de la fábula fantástica con aliento poético a la parábola pulcra y minimalista, del cuento tradicional que roza anecdóticamente el tema propuesto al cuento fragmentario, ambivalente, incluso cáustico, en donde el animal elegido es casi accesorio.
El Arca, finalmente, en su generosa diversidad, con ese espíritu juguetón, desprejuiciado y altamente corrosivo con el que encara la empresa del bestiario, intenta seguir la ruta que el mismo Cortázar traza cuando señala que es “bueno seguir multiplicando los polvorines mentales, el humor que busca y favorece las mutaciones más descabelladas, [...] es bueno que existan los bestiarios colmados de transgresiones, de patas donde debería haber alas y de ojos puestos en el lugar de los dientes”.
El Manual de zoología fantástica (1957) fue escrito por Borges en colaboración con Margarita Guerrero. En la edición de 1967 el libro se amplía —se agregan treinta y dos nuevos textos— y su título es modificado por el de El libro de los seres imaginarios.
Julio Cortázar, “Paseo entre las jaulas” en Territorios (México: Siglo XXI, 1988), 44. Citado originalmente por: María Ángeles Vásquez, “Manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero” en Babab.com 4 (2000): http://www.babab.com/no04/jorge_borges.htm#01